10 septiembre 2010

Metro


La historia de Pepe va más o menos asì.

Lo veía por el barrio, siempre guarro, siempre vago, sin aspiración a cambiar siquiera su par de tenis viejos por unos que no olieran “a queso”.


Desde que toda la chamacada jugaba en las calles solíamos decirle “El MuCín” que de manera original era “El Mugrosín”. Dados los apodos infantiles y los motes de personalidad nunca se lo cambiamos, incluso cuando tuvo su primera novia por los tiempos de la Prepa la apodamos “La LiMuCina” –Nomás por joder-.

De la bola de mocosos que siempre anduvimos juntos en las buenas y en las malas, El MuCín fue el que más sobrevivió a la tormenta de madrazos que nos daba la vida.

Yo entraba a la Universidad y para poder llegar había que atravesar medio Distrito Federal en metro –para llegar más rápido a CU-.


El me acompañó a hacer mi exámen de admisión, pues nuestras sagradas mamacitas le tenían harta confianza dada su corpulencia y torpeza en el actuar. Nadie se imaginaba que este cabroncito ya nos había manoseado a casi todas por andar jugando “a las escondidas” en el solar de fut-bol. La neta fue el que mejor me besó hasta ese momento, pero tan aburrido era que el tiempo y nuestras vivencias post-pubertad nos ofrecieron un extraño y entrañable lazo de amistad.


Era en el metro donde me causaba muchísima curiosidad verle.


Siempre me dejaba en el rincón, procurando que nadie, en el arranque de empujones y manoseos, me tocara. Sin embargo, en los viajes “larguitos” su costumbre era alejarse pidiendo que no le quitara los ojos de encima para ver de qué manera se entremezclaba con la gente rozando sus piernas, tocando de cierta forma a los weyes sin que éstos lo tomaran a manera de cogida.


Extrañamente fascinante veía cómo disfrutaba entrar a los vagones llenos en los que todo su cuerpo pudiera restregarse a las tetas de las señoras, las chavas, los señores grandes y traseros de gordas que, de ninguna manera perciben que tienen en sus nalgas el pito de éste cabrón.


Entremeterse, despacio, calmado, mirando la transformación de su cara hasta llegar a humedecerse por completo me provocaba un sentir verdaderamente extraño ajeno a querer fajármelo, pero de cualquier forma excitante al grado de que me dejaba calientita.

No fue hasta un concierto pacheco en el que salimos tardísimo donde un guey lo agarró en serio. Lo tomó agresivo por la playera rockera y lo sacó del vagón donde íbamos. Lo madrearía seguramente, pero mi sorpresa cambió al meterse al siguiente vagón, penúltimo a todo el tren.


Y fue ahí donde, con tres testigos y yo tras la ventanilla, avanzamos hasta Indios Verdes con la opción de mirar hacia lo negro del túnel o la verga durísima de quien le propinaba semejante violación.


Desde entonces Pepe y otros cuates puedes verlos de 8:00 a 12:00 en el último vagón con dirección Indios Verdes esperando por otro que se quiera unir al clan.

Fotografía:@romantm

2 comentarios:

fgiucich dijo...

Me encantó el relato. Abrazos.

Doris dijo...

Es una buena historia, pero que paso despues, ¿le gustaria?, o solo quedo con el trauma, o siguio acosando en el metro, bueno dicen que la curiosidad mato al gato, mejor no quiero saber ja ja ja.