Ella soñaba con ser una princesa y aún era una pequeña cuya inocencia flotaba en sus caireles castaños.
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Ella añoraba tener un corcel, blanco, puro, obediente, con alas que le llevaran a un mundo distante, lleno de magia, cristalitos y lucecitas.
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No sabía cómo era besar, pero pensaba en un príncipe, en alguien formal, alto y de ojos que le cautivaran en el primer instante de verse a alma los dos juntos.
Nada tenía de especial la niña, nada singular que la distinguiera de las demás.
Iba al colegio como cualquier otra, agarrando de la mano a su madre.
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Miraba el mundo de manera diferente y cierto era que sí creía en hadas.
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Su mundo crecía al parejo que ella, algunas veces en dibujos, algunas veces en historietas.
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Su cuarto era pequeño y parecía la entrada a una dimensión diferente.
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Tonos pasteles le daban la impresión de amar lo sutil y su madre le alentaba a no olvidarse de la magia de los deseos que siempre, o casi siempre, se cumplían si ella obraba bien.
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Debajo de su cama había amuletos y todas las noches, al dar el último adiós a su madre y su padre, sonreía confiada y dejaba en guardia a su oso de peluche.
Hablaba con alguien pero jamás se sabía con quien, palabritas de susurro, sonrisitas de travesura.
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Hasta que el vencía el sueño dejaban de oírse murmullos de grillo.
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Y el guardián de peluche se iluminaba por un haz de luz salido de la nada, y brillaba hasta elevar la cama al techo, y la niña flotaba y entre sueños sonreía…
Cuando el amanecer daba a su ventanita el gallo o su madre solían despertarla.
Siempre con la sentencia de un breve regaño por hacer durante la noche el relajo de dejar muñecos, ropa, zapatos tirados a lo que ella no se explicaba en qué momento de certeza sucedía que jugaba con ellos.
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Soñaba con ser una princesa y aún desconocía protocolos.
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Era feliz en un mundo alejado, en un mundo de maravilla.
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Nunca supo que con sólo desearlo con los ojos abiertos, ese mundo en verdad existía…
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Y sigue existiendo para todos aquellos que murmuren y rían acostados en su camita.