23 julio 2008

Terrenos tibetanos

Era muy vieja... o al menos eso parecía con la piel curtida y sus ojos tan razgados como la de su sonrisa. Olía a mantequilla, tan intenso el olor que casi uno vomitaba del ansia. Su pequeño cuarto, o choza, o lo que pudiera llamarse era cálido, pese al viento que La montaña del Himalaya dejara bajar con ondas gélidas hasta donde ella se encontraba.
En su interior siempre había especies de cabras raras, de esas que sólo se ven en cuentos fantásticos. Les hablaba, les manoteaba, era un lenguaje singular, peculiar para quien la mirara en cualquier momento.
Me ofrecía cualquier cosa, el traductor me decía que no era común, que era más bien cerrada a quien posara en su casa. Ya tanto turista cansa de verle.
Los sonidos de los vientos hablaban, eran fuertes, meneaban el cabello que quedara fuera del gran abrigo acogedor que cargaba. Kilos más o kilos menos.
Ella me enseñaría a preparar lo mejor que sabía hacer: Su mantequilla.
La vendía, a cosa de moneditas, todo lo vendía cuando bajaba al pueblo. Sus mejores consumidores eran los lamas, quienes con sus dietas rigurosas daban de sí una buena dotación de lo que ella les tenía.
Ya era tarde para bajar al pueblo, ya era peligroso atreverse a andar en caminos donde sólo el azul intenso se mira en el cielo y donde lo negro es más tenebroso que la noche misma.
Me ofreció quedarme el resto de la noche y acepté.
Me contó su vida, me contó su historia.
Tuvo una vida de amor y de esperanza.
Vive feliz -dice la vieja- que no, el traductor. Se sabe sola, pero con tanto ajetreo con China nunca hay día que no la dejen de mirar.
Frente a la hoguera hizo que mirara hacia su pasado, hacia su cultura, hacia su profundo interior.
Los pocos dientes que le quedaban daban de si soplidos que destellaban más que vida, más que ganas de que mirara lo que ella miraba en sus recuerdos.
Y bebí mantequilla derretida. Se entibiaron mis entrañas y mis huesos y mi memoria.
...
Lo frío quedaba afuera, lo duro, lo negro, lo feo.
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Esa pequeña habitación daba más de lo que el mundo allá afuera ofrecía y decidí quedarme ahí toda la noche.
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Fue una película increíble la que yo reflejé en las sombras de la pared muída por el tiempo.
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Ella sonreía, se extasiaba. El traductor no entendía la euforia con que me lo contaba... deseaba ya dormir pero era indispensable que sobreviviera a sus palabras.
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Cantó, bailó, poco por su peso cansado, pero bailó.
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Finalmente a la madrugada, decidimos que debíamos dormir, tal vez los espíritus de afuera ya estaban cansados también de oír voz de humanos.
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Y descansé, pero no dormí.
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Sólo miraba los techos llena de cosas, de sentires... lo que era la vida en ese lugar.
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Cuando los primeros rayos de luz asomaron esa mañana yo ya emprendía la vuelta prometiendo volver en mi memoria a platicar con esa pequeña anciana.
...

2 comentarios:

AndreaLP dijo...

Doctora, ya ando por acá de nuevo para leerle.

Un abrazo.

fgiucich dijo...

Un viaje inolvidable!!! Abrazos.