19 febrero 2007

Ora Pronobis

Desde siempre temía las agresividades. Se tapaba los ojos ante los golpes propinados por su madre a alguno de sus hermanos, y es que ninguno, en especial el más chico, tenía educación de por medio, y dadas las circunstancias, el abandono y un padre alcohólico, les habían dado la oportunidad de conocer una vida en la que sólo su madre trabajaba y los malvivía casi sin vestido ni comida. Ya desde entonces el trabajaba un poco cargando bultos y a regañadientes arreaba a sus otro cinco hermanos que, de igual manera, hacían lo propio después de regresar de la escuela rura.
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Era alegre esperar a su madre aunque también era de temer que el mayor contara travesuras y desobediencias, por eso Juan se tapaba los ojos, porque no soportaba los golpes a sus hermanos. Cinturones de hebilla que sí dejaban huella del mal comportamiento que sucedía con ellos, pese a que él siempre les advertía obedecer a su hermano el mayor. Juan no lo era, y qué bueno que no fue así, no era de los que disfrutaba siendo juez otorgando con un dedo el castigo o el mando que debía hacer alguno de ellos. Mas bien, inculcaba con presta paz a los demás a obedecer.
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Fue en una de esas ocasiones de infancia, en la que una vecina los llevó a la Iglesia, a rezar por sus pecados. Y fue en donde Juan quedó impresionado de razonar, por primera vez, las imágenes esbozadas en la capilla de la ciudad. En ese viaje aprendió a visualizar a quien todos los días, desde quién sabe cuando, comenzó a rezarle a no-sabía-quién. Lo imaginaba de blanco o como el niño Dios del Pesebre. Pero semejante viacrucis que le tocó en la Iglesia lo dejó con la impresión de que todo regaño, golpe o lucha hecha por él o sus hermanitos era pequeña a comparación de las huellas de aquel que crucificaron... y rezó con devoción y amor.
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Fué por eso que se convirtió en el ayudante de la Iglesia y por ende curioso adicto a hacer preguntas al padre de ocasión, los hechos y las historias del cómo San Pedro había Forjado la Santa Madre Iglesia. Invitaba a sus hermanos a escuchar las pláticas para que le siguieran en el ejemplo de la Primera Comunión, pero todos estaban entregados en buscar un pan, un trabajo, una manera de sobrevivir a semejante miseria. A él su religión le calmaba esa ansia.
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El tiempo hizo que perdonara muchos pecados y fue el mismo tiempo quien lo hizo sacerdote. Destino que la vida le daría en bendecir dos matrimonios de sus queridas hermanas y el sepulcro de su hermano mayor, vuelto en armas, que siempre corrigió a los otros pero que él jamás se miró a sí mismo. Hizo rezos por siempre dedicados a sus demás hermanos que aún lo frecuentaban cada vez que no aguantaban algun pesar en su alma. Pidió más por su madre, que no la vería morir por quedar internado y fue por ella por quien más añoraba cuando sentía que el silencio del monasterio no era todo en su vida.
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Rezó y rezó y aún se le puede encontrar caminando a paso paciente entre los corredores de la Iglesia de su pueblo. Otorga misas, va a quince años, reza por los pecados y espera que al menos, con sus súplicas el mundo ande un poco mejor.

4 comentarios:

Vero dijo...

Que linda historia, se me aguaron los ojitos :)
Saluditos !!

RAYDIGON dijo...

DOC

Hoy si me pusiste triste =(

Beso

RosaAmarilla dijo...

Aunque no pertenezcamos a la Iglesia, aunque no creamos en ninguna religión, todos deberíamos saber perdonar y desear el bien, aunque nos hagan a nosotros el mal.

Besotes gordotes, me ha gustado mucho tu blog.

Miguel Ángel Ángeles dijo...

me da más miedo otorgar misas que ser golpeado.

ojala y tu relato fuese solo ficción... pero... bueno.

gracias por la visita.
me gusta tu blog